Ideas Santas o Sagradas

 

ENEAGRAMA DE LAS IDEAS SANTAS



De lo que he leido sobre este tema, los autores que más me resonaron son A.H.Almaas (Facetas de la Unidad) y Carmen Durán/Antonio Catalán (Los engaños y sus antídotos).

Según Almaas, una «Idea Santa» es una percepción objetiva y no condicionada de la realidad. Utiliza el atributo «santa» como sinónimo de objetiva, no tiene nada que ver con el sentido religioso de la santidad como bondad. No se trata de un pensamiento o una idea, sino de una «comprensión vivencial» que conlleva un nivel de certeza diferente. Las Ideas Santas son el antídoto de las fijaciones ya que éstas suponen la expresión de una perspectiva mental limitada y condicionada acerca de la realidad, sostenida sobre engaños perceptivos y errores de pensamiento.

SER

Comienza Almaas a explicitarnos esta visión de la realidad desde el punto ocho, Verdad o Ser, y vamos a mantener ese orden porque consideramos que tiene sentido hacerlo así, pues la Idea de la Unidad del Ser es previa a cualquiera de las otras, que no podrían entenderse sin la referencia a ella.
Nos es difícil, incluso, la comprensión conceptual de lo que implica Unidad, puesto que desde nuestra estructura mental, hablar de unidad lleva implícito hablar de dualidad o de multiplicidad, y en esta conceptualización estamos hablando precisamente de no-dualidad.

La Idea del Ser se refiere a la percepción de que el Ser constituye la totalidad de todas las cosas, que existe en todo y todo existe en él. El Universo es puro Ser, consciencia ilimitada.

No es fácil la percepción de esta Idea, que puede ser entendida racionalmente, pero que sin la comprensión vivencial que aporta el haber estado en contacto con esa experiencia de Unidad, se diluye fácilmente en la vida cotidiana. Porque, en la vida cotidiana, la sensación de separación es fundamental, la identidad se construye sobre lo diferente y toda la evolución psicológica nos lleva desde un bebé fusional que no puede tener una existencia independiente a un adulto maduro cuya madurez se mide precisamente por la capacidad de estar solo, de ser autónomo. Esta supuesta autonomía nos hace olvidarnos de nuestra conexión con el Ser, con la vida. Para funcionar en el mundo es necesario ese ego «separado», el que Freud llama intermediario con la realidad, el yo funcional que realiza las tareas que nos corresponden como humanos. Y en la percepción del mundo que este yo funcional construye, la dualidad está siempre presente, vemos un mundo de oposición y polaridad, donde existe lo claro y lo oscuro, lo bueno y lo malo…, todo lo que percibimos tiene su opuesto. Así que no sólo creemos que yo estoy separado de todo lo demás, sino también que las cosas están separadas. Los principios de la lógica aristotélica (no contradicción, tercero excluido) imperan en nuestra mente, quizás porque los límites biológicos de nuestra estructura como humanos nos condicionan, o quizás porque ésa ha sido la cultura imperante en Occidente.

Si percibimos el mundo desde la perspectiva egoica, vemos el universo como dualístico. Vemos discordia, oposición, dualidad. La realidad física está hecha de objetos que pueden ser discriminados. A través de los sentidos físicos, sólo percibimos objetos diferenciados. Pero si abrimos nuestra percepción interior, más allá de nuestras creencias, el universo adopta un aspecto distinto. Si nos dejamos experimentar el Ser, podemos percibir que, aunque los objetos aparezcan diferenciados, la separación no es real, las cosas no existen separadas las unas de las otras, en realidad todos los objetos constituyen una sola cosa. La realidad aparece como una existencia indivisible, no dual, como, utilizando el símil de Almaas, las olas del océano, carentes de existencia sin el océano.

Desde la perspectiva del Ser, las polaridades, los opuestos, no son más que manifestaciones diferentes del mismo Ser.

La experiencia vivencial de esta Idea se refleja en una sensación de que las cosas Son, simplemente son, con una certeza que no implica al pensamiento, una evidencia que no permite la duda. El placer y el dolor conviven, podemos aceptar todos nuestros sentimientos, todas nuestras sensaciones, todo lo que nos ocurre. Es la experiencia mística, con esa sensación de unidad, de totalidad, donde el yo se disuelve y los objetos también y no queda más que la consciencia ilimitada.

La consecuencia es la percepción de que «soy», ni bueno ni malo, sólo soy y soy de una pieza, estoy entero y al mismo tiempo mi yo no cuenta, sólo existe en la medida en que estoy siendo vivido. Porque, aunque funcionemos a través de nuestro ego, según las características de nuestra personalidad, no hay «nadie», ningún yo que pueda atribuirse la culpa o el mérito de nuestras acciones: sólo es el Ser, expresándose a través de esa forma concreta en que se ha proyectado en nosotros. El ego también tiene cabida en el Ser, pero no tiene sentido que se considere independiente y que se atribuya la autoría de nuestra vida.

Así pues, la Idea del Ser nos pone en contacto con que el ego no es un todo separado e independiente, sino que forma parte de la Unidad. Cuando, al parar la mente, topamos con esa consciencia ilimitada de la que formamos parte y dejamos de percibirnos como un yo separado, la sensación de dualidad se disuelve, podemos percibir que hay otro plano de realidad donde mi existencia no está separada, como no lo está ninguna célula o ningún órgano de nuestro organismo de los demás, aunque tengan funciones diferentes y se puedan analizar clínicamente de forma separada.

Desde aquí podemos ver que la dualidad, la división del mundo, no tiene sentido. Aunque en nuestra vida cotidiana hayamos de seguir manejándonos con una realidad dual, dejamos de creer que ésta es la auténtica realidad. Nada está excluido, todo pertenece al Ser, todo es Ser, este Ser que se manifiesta así, en forma múltiple y polar, pero incluyendo toda la multiplicidad. La división de bueno y malo deja de tener sentido. Todo forma parte del Ser, aunque desde la perspectiva humana haya cosas que nos favorecen y otras que nos perjudican, cosas que nos gustan y nos atraen y otras que no.

La creencia en la dualidad mantiene al ego unido y en lucha con la realidad a la que se opone. El hecho de integrarlo todo, de asumir que todo tiene cabida en el Ser, que la distinción entre bueno y malo es fruto del juicio humano, no quiere decir que los valores morales desaparezcan y que podamos actuar como nos venga en gana, sólo quiere decir eso, que más allá de los límites de lo humano y de las condiciones necesarias para la supervivencia de la especie, condiciones que se dan en todas las especies, condiciones morales de lo que se puede o no hacer, los criterios de bueno y malo no existen.

Para Almaas, la pérdida del sentimiento de unidad se experimenta como la sensación de haber sido castigado por haber hecho algo mal. Lo relaciona con el mito de la «expulsión del paraíso», presente en todas las culturas, y que podemos interpretar como la añoranza del estado de unidad, perdido realmente con la aparición de la conciencia individual. En el caso del mito cristiano es precisamente haber comido la fruta del árbol del conocimiento, del conocimiento del bien y del mal, lo que condujo a esta expulsión, vivida como un castigo. La consecuencia es una angustia profunda (conectada con la angustia de desintegración) y un sentimiento de culpa indefinida, como si algo estuviera mal en nosotros.

Desde la idea del Ser nada está excluido, ni el ego ni el pensamiento ni la resistencia ni la neurosis. No sobra nada ni nadie.

Creemos que el origen psicológico de la ilusión de dualidad lo podemos ver más claramente al analizar la angustia de desintegración. Esta angustia, como refleja muy bien el mito de la expulsión del paraíso, se conecta con haber sido expulsados, excluidos, rechazados o abandonados en algún momento y haber vivido la impotencia para lograr recuperar lo deseado. Esa impotencia es vivida como debilidad, una debilidad capaz de destruirnos, ante la que necesitamos reaccionar sintiéndonos fuertes, poderosos, capaces de ser nosotros quienes dictamos las normas y expulsamos a quien no las cumple.

En los tres rasgos instintivos, en los que ya hemos hecho referencia a que la sensación básica más poderosamente vivida es la de impotencia, creemos que hay una vivencia de la existencia de una falla, de algo que está mal en nosotros desde el origen, como un defecto de fábrica. Este defecto para el tipo 8 es la debilidad, por eso hay una lucha tan fuerte contra cualquier atisbo de ella y una reacción de dominio, de poner las cosas en su lugar, para no volver a pasar por la angustia de desintegración ni por la experiencia del miedo. No es más que eso el objetivo de la venganza. Por ese motivo, la reacción al dolor es transformarlo en agresividad, en rabia, porque la rabia nos hace sentir fuertes mientras que el dolor nos conecta con la vulnerabilidad. La dualidad está servida: hay algo malo que está fuera, ante lo que tengo que protegerme y defenderme.

Pero ése es un camino sin final. No es verdad que estemos excluidos, no es verdad que tengamos ningún fallo, ni que tengamos que arreglar las cosas, ajustar las cuentas. Sólo necesitamos reconocer que todo está bien en este momento. Si no interferimos ni manipulamos y dejamos que las cosas sean como son, experimentaremos un estado de unidad, que disuelve la ilusión de la dualidad y la lucha.

AMOR

En el punto nueve, la Idea es el Amor. Se trata de la percepción y comprensión de que la verdadera realidad es amor. El Ser es Amor, consciencia amorosa que crea y sostiene la vida, que permite que la vida siga ocurriendo.

Sin la intuición de la Idea del Amor no alcanzamos la comprensión emocional de las otras Ideas.

El Amor no es la experiencia del amor humano, la sensación de amor; tiene que ver más con las experiencias místicas en las que nos sentimos unidos con todas las formas de vida, integrados e invadidos por una sensación de gratitud; momentos cumbres en los que podemos sentir el regalo de vivir y el agradecimiento por estar vivos y por la vida que nos rodea. Es la experiencia de gozo ante la belleza de la creación. Sentir dentro la vida, el placer de estar vivo, de sentirse parte de esa creación, fruto amoroso de la plenitud del Ser, hijo del Amor, con capacidad de amar.

Aunque el Amor sea algo que trasciende la sensación amorosa, el contacto con esta Idea genera en nuestros corazones sensaciones de placer y gratitud, de manera que si bien el Amor es algo mucho más amplio que esas sensaciones, es lo que permite que la vida siga su proceso, la continuidad de la vida; su percepción, a nivel humano, adquiere la forma de ternura o amor. Es el reflejo, en lo cotidiano, de una vivencia profunda de la calidad amorosa de la vida.

A menudo no le dejamos espacio suficiente, pero a pesar de ello, todos hemos podido sentir esos momentos de plenitud donde nos encontramos en paz, en armonía con nuestra naturaleza, sea a través de la música, de la belleza de un paisaje o de la experiencia de hacer el amor. En esos momentos sentimos que todo está bien, más allá de las categorías mentales positivas o negativas. Todo tiene cabida.

El Amor constituye una cualidad de la existencia, que la hace amorosa y gozosa, es la condición natural de la mente que aparece en el momento en que, contemplando la creación, nos invade una sensación de gratitud. Esos momentos en que somos capaces de reconocer la grandeza, la belleza de la creación, de un modo que nos emociona en lo profundo. Experiencia que desde los límites del eneatipo 9 es difícil de alcanzar, puesto que sus preocupaciones están centradas en lo práctico e, incluso cuando se acercan a una experiencia mística, tienden a quitarle crédito.

En el Amor no hay polaridad, está más allá de las categorías, positivas o negativas, que nuestra mente ha establecido, es independiente de nuestros juicios mentales. Algo de esta independencia de lo mental podemos intuir cuando nos damos cuenta de que queremos a alguien más allá de que cumpla o no nuestras expectativas de cómo debe ser. Cuando suspendemos nuestras opiniones, experimentamos la cualidad amorosa y compasiva del Ser. Sólo cuando no tenemos un punto de vista experimentamos la realidad de este modo. Algo de esto es intensamente buscado en el carácter incondicional que el 9 otorga al amor.

El Amor constituye el corazón de la existencia. Almaas dice que el hecho de experimentar la totalidad de la existencia como Amor implica aceptarlo todo, sin reservas: si existe una emoción particular que no nos permitimos sentir, ya sea amor u odio, dicha represión actuará como barrera a la hora de percibir el Amor en el universo. Es difícil aceptar la Idea del Amor si existe cualquier resquicio, cualquier creencia en la dualidad bueno-malo en nuestro interior. En términos del Amor, dicha dicotomía no existe. Sólo hay cosas que en cuanto organismos, individuos humanos, nos gustan o nos disgustan. Y ésta es una de las dificultades que ha de afrontar este rasgo: desde la idealización de lo incondicional del amor, no hay sitio para lo que no gusta; si algo no gusta, entonces el amor no es verdadero; si no puedo aceptarlo todo, entonces es que soy incapaz de amar. Por otra parte, nadie me puede querer porque no todo es bueno en mí.

La percepción de esta Idea, de que todo lo que ocurre tiene cabida en el Ser, es Ser, con independencia de lo que nuestra mente piense de ello, hace que nuestro corazón se abra.

La comprensión del Amor es el antídoto específico para la creencia de que no podemos ser queridos. Ya hemos visto que esta idea, no totalmente consciente, produce un sentimiento de inferioridad. El amor es vivido como condicional, concreto, no como una cualidad de la existencia, el amor existe, no se niega el amor, pero tenemos la sensación de que nosotros no cumplimos las condiciones, no poseemos esa cualidad de lo amable y, por tanto, no somos ni podemos ser amados. Esta sería nuestra falla. Cuando no nos sentimos queridos creemos que dentro de nosotros no hay nada digno de ser amado, lo que somos no es suficiente para despertar el amor; nos sentimos inferiores al creer que carecemos de lo que nos hace queribles. Es una sensación de que somos seres de segunda categoría, que nos falta algo. Este convencimiento no puede adjudicarse a ninguna deficiencia concreta, ni puede eliminarse por ningún reconocimiento. Uno se siente intrínsecamente inferior, no importa lo que haga, lo que consiga, lo que posea. No es la sensación de haber perdido algo que alguna vez tuvimos y que era bueno, sino de que nunca lo tuvimos, que fuimos creados con un defecto. Siempre encontramos el fallo donde colgar nuestra inferioridad, a menudo en lo físico, pero también en otros aspectos internos que tratamos de ocultar. Esta situación va acompañada de un sentimiento de mucha vergüenza: no queremos que los demás nos vean porque entonces se darían cuenta de que realmente no merecemos el amor. Y como siempre pensamos que, si alguien nos demuestra amor, es porque no ha visto aún nuestro fallo, la creencia se perpetúa.

Como dice Almaas, es un sentimiento de inferioridad muy global éste de no creernos dignos de amor, que nos desconecta de la posibilidad de ver nuestro propio valor. En lugar de sentir amor y disfrutar de nuestras vidas, nos sentimos aburridos de nosotros mismos. Además, como no nos permitimos reconocer nuestras capacidades y atributos, aunque tengamos experiencias de realización y comprensión, seguimos sin creer que somos nosotros los que estamos teniendo esa experiencia, y seguimos comportándonos sin darle importancia, como si no lo supiéramos. No valoramos nuestra existencia y la vida se convierte en mera supervivencia, superficial y mecánica, predominantemente física. Por otra parte, es mejor no mirar dentro si allí no hay nada valioso, incluso si podemos descubrir que todavía somos peores de lo que imaginamos. Mejor distraernos con lo exterior. En cierta manera, la experiencia mística de disolución puede ser una trampa para este carácter, una manera de disolver ese ego tan poco querible. Pero, paradójicamente, no estamos hablando de no ser, sino de permitirnos ser esta expresión concreta que somos y saber, al mismo tiempo, que nada somos sino Ser.

En nuestra opinión, la gran dificultad que va más allá de no sentirse querible y que queda muy bien ocultada por ese sentimiento de que algo falla en nosotros e imposibilita a los demás para amarnos, es no sentirnos capaces de amar. A primera vista los demás no me aman, pero detrás está la desconexión con la ternura, la creencia de ser incapaz de esos sentimientos amorosos que reclamamos en los otros. Eso es el verdadero fallo, el error con el que hemos sido creados, y para subsanarlo, nos olvidamos de nosotros, nos ocupamos de los demás, tratamos de hacer lo que necesitan, relegando nuestros deseos; y cuanto más lo hacemos, más nos alejamos del Amor que anhelamos, más nos impedimos sentirlo dentro de nosotros. No podemos dejar entrar el amor, reconocer que los otros nos quieren, recibirlo porque, en un nivel profundo, nos sentimos incapaces de corresponder.

En nuestra opinión, la defensa establecida ante la rabia por no sentirnos queridos es renunciar a los sentimientos amorosos, negar su existencia en nosotros, y el no sentirlos es justamente lo que nos hace indignos del amor y lo que nos lleva a pensar que algo falla en nuestra constitución. Tenemos entonces que hacer muchas cosas para que nos quieran y para creer que queremos, pero nada será suficiente hasta que no podamos reconocer que nuestra esencia es también amor, que el amor está en nosotros, no estamos excluidos del gozo del Amor, de una existencia amorosa; podemos vivir, en lugar de limitarnos a sobrevivir.
La inferioridad no puede disolverse si no integramos el Amor. Hemos de renunciar a la creencia de que nosotros no pertenecemos al Ser, estamos excluidos, somos fruto de un error. Esta creencia deriva de la situación de dependencia infantil en la que el niño no puede aceptar los límites del amor de los padres y piensa que si los padres no lo quieren (como él necesita ser querido), no es debido a las dificultades de los padres, sino a que algo falla en el propio niño.

Si el Amor constituye la naturaleza de la realidad, también nosotros somos Amor, podemos experimentar en nosotros mismos los sentimientos de ternura que abren nuestro corazón, nos acercan a los otros, nos permiten llenarnos de sentimientos amorosos que hacen que nuestra vida deje de ser monótona y aburrida, que permiten el entusiasmo y la vitalidad. El conocimiento de que el Amor es nuestra cualidad intrínseca elimina la inferioridad. El Amor que permite que nuestra vida siga desarrollándose, que no nos abandona.

El Amor está en el centro de las tres ideas de la esquina superior del eneagrama. Estas tres Ideas que pertenecen a las características intrínsecas del Ser, de la realidad cósmica. El Amor, indica Almaas, supone la percepción de las leyes cósmicas, que llevan a la creación de la Vida, y de que esa creación no es fría, que existe algo cálido, amoroso en el modo en que funciona la realidad. Supone que la realidad tiene «corazón».

Si abandonamos nuestras mentes y experimentamos las cosas tal como son, reconoceremos el Ser bajo los distintos estados y apariencias y nos dejaremos inundar por el Amor que sostiene la Vida. El Amor es una cualidad inseparable de la existencia.

La presencia del Ser es Amor y su despliegue, acción amorosa. Es la naturaleza de todo lo que existe. Si esta cualidad amorosa dejamos de verla como intrínseca a la existencia, empezamos a creer que el Amor depende de ciertas condiciones y circunstancias, que nosotros no cumplimos y, por eso, perdemos nuestro derecho a la vida.

PERFECCIÓN

La Idea de la Perfección nos permite percibir la realidad en su perfección intrínseca. No tenemos que hacer nada para mejorarla.

Ver la realidad desde la Perfección significa ver que está bien tal como está, que no precisa correcciones. Si lo vemos así, dejamos de hacer muchas de las cosas que hacemos; si todo es perfecto, nuestro esfuerzo por mejorar las cosas y mejorarnos es inútil.

Si la realidad es perfecta y nosotros formamos parte de esa realidad, el trabajo espiritual no consiste en tratar de hacer que nuestra vida vaya mejor, sino en aceptar que todo lo que pasa es la Perfección del Ser. A menudo, el tipo 1 se aferra a terapias interminables, en esa búsqueda de mejorarse, de perfeccionarse, de saber todo lo que sea necesario para poder hacer su vida mejor y, en este afán, incluye a todos los que le rodean, induciendo a amigos, parejas o hijos a seguir su ejemplo.

El ego no puede percibir la Perfección, pues lo que desea es cambiar la realidad para que encaje con lo que él cree que debería ser. Como dice Almaas, hemos de descubrir lo que nos impide ver la realidad tal cual es, los puntos oscuros donde se engaña nuestra percepción: juicios, preferencias, gustos, aversiones, miedos e ideas de cómo deberían ser las cosas. La perfección de la realidad sólo puede contemplarse si nuestra conciencia se convierte en un claro espejo que lo refleja todo tal como es sin proyección o distorsiones. No estamos viendo la realidad mediante el filtro de nuestras propias ideas y, por tanto, su perfección no se basa en una opinión o una valoración. Si nuestro espejo crea cualquier distorsión, si nuestra percepción contiene cualquier preferencia, entonces estamos viendo la realidad desde un punto de vista ilusorio y nos perderemos su inherente perfección. Ver las cosas objetivamente significa que no tiene importancia el hecho de pensar que lo que estamos viendo sea bueno o malo, significa sólo verlo tal cual es. No es nada fácil este proceso para el eneatipo 1 que ha construido su identidad basándose en sus juicios, claros, definitivos y muy bien establecidos sobre cosas que no son discutibles, que son inmutables, que no se pueden cuestionar, tanto que no entienden cómo es posible que los demás no lo vean de igual manera. Hay una valoración moral sujeta al momento que no tiene en cuenta la perspectiva de un proceso más amplio, en el que lo bueno y lo malo se relativizan.

Hay un viejo cuento que refleja esta relativización. Trata de un campesino al que le tocó un caballo en una rifa. Todos sus vecinos envidiaban su «buena» suerte. Pero después su hijo se cayó del caballo y todos lamentaban su «mala» suerte. La pierna rota evitó que se llevaran a su hijo en una leva para la guerra. Y de nuevo, los vecinos envidiaron su «buena» suerte…

La perfección, tal como se entiende desde el ego, se determina midiendo la realidad oponiéndola a algún ideal de cómo se supone que deberían ser las cosas. Pero la Perfección no puede percibirse desde el punto de vista del ego, puesto que el ego desea cambiar la realidad para que case con la que debería ser. Desde el ego, la honda creencia de que algo anda mal en nosotros se proyecta al exterior, por lo que siempre vemos algo equivocado en algún lugar e intentamos mejorarlo. Nuestra propia agresividad se oculta tras la crítica perfeccionista.

La experiencia emocional de esta Idea tiene que ver con poder apartar el ego y sus juicios, con darse cuenta del sentido que tiene para la vida cualquier cosa que ocurra, de cómo la vida se generó y lleva miles de años funcionando, sin que yo existiera, desde antes del origen, para decirle cómo debería hacerlo. Hay una caída de la soberbia que implica creer que uno sabe, y de sentir que uno lo haría mejor que cualquier Dios. Al mismo tiempo, esta experiencia resulta muy liberadora de la tensión que produce sentirse con el deber de arreglar las cosas, de dirigirlo todo. No implica volverse inactivo, sino que nuestra acción deja de estar guiada por la exigencia y el deber, es espontánea, acción sin ego, sin juicios ni preferencias, hacemos lo que tenemos que hacer, sin más, perdiendo la rigidez de la conducta normativa.

Si no estamos en contacto con la Idea de Perfección, existe el convencimiento, la sensación de que algo va mal, la creencia de que existe real y absolutamente algo bueno y algo malo, en el mundo y en nosotros. Lo que va mal en nosotros es, en este caso, la agresividad, la rabia generada desde la impotencia que nos hace sentirnos muy destructivos. Lo que va mal en el mundo está relacionado con que la gente se comporte de una manera egoísta, no respetando las normas ni los intereses de los otros. Esta conducta de los demás es capaz de desatar nuestra agresividad y justificarla. Por ello es importante conseguir que todos hagan las cosas como «Dios manda».

La comparación de lo que somos con la idea de lo que podríamos ser, de lo que deberíamos ser, se basa en los sentimientos infantiles del amor condicionado a nuestra conducta, la sensación de ser bien acogidos cuando cumplimos las normas, y rechazados cuando no lo hacemos. La comparación, en origen, se establece entre nuestras propias experiencias positivas o negativas, de satisfacción o frustración, en distintos momentos. La experiencia infantil de bueno y malo está relacionada con el propio bienestar; es bueno lo que lo produce, y malo lo que no. Proyectamos hacia afuera nuestras experiencias y las sustentamos por medio del superyó, el entorno social o los valores espirituales. Reaccionamos intentando mejorarnos; comparar, juzgar y criticarnos a nosotros mismos se convierte en una actividad obsesiva para cambiarnos (y cambiar el mundo) y conseguir así el amor anhelado. Creemos que si trabajamos a fondo para cambiarnos, al final podremos dejarnos en paz, podremos disfrutar y esto se vuelve infinito. Almaas insiste en que podemos dejarnos en paz ya. En el fondo, intentar mejorarnos o intentar demostrar que siempre tenemos razón es lo mismo: un modo de ocultar que hay algo mal en nosotros, una reacción a esa creencia. En el deseo de mejorar está implícita la comparación. No hay nada en que convertirse si ya somos el Ser. Tenemos la idea de que hemos de esforzarnos para conseguir mejorar y el temor de que si nos aceptamos tal cual somos no podremos evolucionar. Paradójicamente, algo cambia en lo profundo cuando dejamos de exigirnos, puesto que esa exigencia implica opresión y odio, y el odio impide la evolución natural.

Los juicios comparativos y los intentos de cambiar interfieren con la realidad, considerada mejorable. A las personas de alrededor les resulta difícil aceptar la actitud rígida, controladora y crítica del eneatipo 1, sabiendo que nada de lo que hagan será suficiente para satisfacer la exigencia de perfección. Esto cambia profundamente cuando podemos ver que todo es Ser y que las formas que adopta son secundarias; cuando estamos en contacto con nuestra naturaleza intrínseca y dejamos de tener la sensación de que algo va mal, nos volvemos más tolerantes con los demás y menos rígidos en nuestro comportamiento.

Si todo es perfecto, podemos confiar en ello, en su funcionamiento y en sus cambios, puesto que sabemos que todo está bien en la realidad última. Podemos entregarnos a la realidad y dejarnos en paz.

Desde el uno, la Perfección nos da la perspectiva de que el universo no sólo es de naturaleza amorosa, sino que ésta naturaleza es también perfecta, todas las cosas son adecuadas, todo lo que sucede está bien, no puede ser de otra manera.

La Perfección supone una aceptación de lo que hay: es una sensación de adecuación de las cosas como son, el Ser que, simplemente, Es. Nos alerta Almaas de que no tiene nada que ver con la aceptación del ego, con la actitud de aceptación como opuesta a la de rechazo. Se trata de algo más profundo, que está relacionado con parar la mente, estar en el momento, en contacto con nuestra presencia, nuestra esencia, con lo que estamos experimentando en nuestros cuerpos. Cuanto más presentes estemos en el ahora, más profunda será la certeza de que así son las cosas. Tan sólo estamos viendo las cosas como son. Cuando la perfección intrínseca de la existencia no se percibe surge la ilusión específica, el modo particular de experimentar y acercarse a la realidad del 1, los juicios comparativos sobre el bien y el mal, y la necesidad de hacer cosas buenas que compensen el mal, como ocurre, llevado al extremo, en los actos de las personalidades obsesivas.

VOLUNTAD / LIBERTAD

La Voluntad o Libertad, la Idea del punto dos, implica de alguna manera la percepción de que todo lo que sucede tiene cabida en el Ser, la percepción de la Idea de la Perfección. Cuando partimos de ahí, se produce una aceptación de la voluntad del universo, de lo que sucede. Si sabemos que todo lo que pasa tiene cabida, tiene sentido entregarse, no resistirnos, y esto genera una sensación de libertad.

El funcionamiento de ese Ser único, perfecto y amoroso, del que formamos parte, se expresa en movimiento: se mueve en una dirección, siguiendo unas leyes naturales fijas, una voluntad. La Libertad supone rendirnos a esa Voluntad y darnos cuenta de que realmente formamos parte del flujo de la realidad. No somos un objeto independiente, por tanto, no podemos ser el autor de nuestro «drama», aunque nos empeñamos en serlo, somos sólo el actor a través del cual la vida se expresa.

Si creemos que hay cosas que son mejores que otras, si pensamos en términos de bien y mal desde nuestra experiencia de lo que nos gusta o no, lógicamente queremos intentar que el mundo se adapte a nuestros deseos, que podamos imponer nuestra voluntad personal y obtener para nosotros siempre lo que consideramos mejor.

La entrega a lo que está sucediendo, sin que sostengamos ninguna actitud al respecto, nos abre a otra realidad. En ella todos los estados son pasajeros y todos tienen cabida en el Ser. El ego siempre está interfiriendo con lo que sucede, intentando cambiar las cosas, buscando estados emocionales gratos, tratando de evitar las frustraciones. Es la tendencia natural del organismo. Pero a poco que observemos nuestra experiencia interior, comprobaremos que nuestros estados internos no dependen de nosotros, no estamos haciendo que las cosas sucedan; sólo tenemos que observar durante un espacio de tiempo todos los pensamientos y las emociones que se mueven dentro de nosotros. Cuando lo hacemos podemos verificar que tanto las emociones como los pensamientos surgen y se mantienen o desaparecen de forma independiente de nuestra intención. Lo mejor que podemos hacer es no tratar de cambiarlos. Suceda lo que suceda nos irá bien. Aceptamos la realidad incondicionalmente. Y sabemos que cuando estamos en contacto con nuestro ser, cuando podemos sentir nuestros deseos auténticos, éstos no se hallan tan lejos de la Voluntad, pues estamos conectados con el Ser, somos Ser y su Voluntad se manifiesta a través de nosotros. Parece que cuando nuestro deseo se armoniza con la Voluntad, todo sucede fácilmente, en contraposición al enorme esfuerzo que supone querer lograr a toda costa nuestra voluntad.

No es que exista ningún plan trazado, lo que suceda en el momento siguiente no ha sido planeado, sino que sucede según la Voluntad de un universo inteligente y creativo, totalmente incondicionado.

Hemos de aprender a discriminar entre las reacciones del ego y la respuesta apropiada a lo que la vida nos depara, porque la entrega de la que hablamos no es resignación ni pasividad, sino que implica un nivel diferente de actuación como respuesta que se produce desde la aceptación. Nuestros actos fluirán desde nuestra comprensión de esta Idea, dejarán de ser reacciones, respuestas defensivas para tratar de modificar el curso de la vida y se convertirán en respuestas espontáneas. La verdadera libertad es la de aceptar totalmente cualquier cosa que el universo manifieste a través de nosotros. La libertad es una entrega completa a lo que la vida nos traiga.

La creencia, la ilusión de que existe un yo separado que puede hacer que las cosas vayan como queremos, nos aleja de esta Idea. Todas las defensas de este eneatipo se basan en cambiar nuestra experiencia para conformarla al modo en que nos gustaría que fuese, desde una posición dominante, que intenta obtener privilegios, como si las reglas del juego no contaran, sólo cuentan los propios deseos. Se produce una constante manipulación interna, que pone la represión a su servicio, a fin de no ver lo que no queremos. También externa, cuando manipulamos a otras personas para que se adapten a cómo deseamos que sean, o las seducimos para que nos den lo que añoramos. Es un gran alivio cuando dejamos de tener la sensación, ante algo que no encaja en nuestro capricho, de que lo que nos está ocurriendo debería ser distinto a lo que realmente es.

El movimiento del ego es un intento sin fin de seguir su propio camino, de cambiar lo que hay, de imponer su voluntad y no aceptar los límites. Pero no podemos hacerlo, y esa actividad sólo nos aporta sufrimiento y hace que nos sintamos atrapados y llenos de frustración, porque deseamos algo y no lo conseguimos e intentamos inútilmente imponer nuestra voluntad sobre la realidad. Y cuando lo conseguimos, a menudo seguimos sintiéndonos insatisfechos. La verdadera entrega no es resignación, sino dejar de separar nuestra voluntad de la Voluntad del universo. La voluntad real significa seguir la corriente del propio ser, que conlleva una tenacidad sin esfuerzo, fruto de la confianza y el apoyo interior. Nada que ver con la voluntariedad del ego, el esfuerzo y el empuje puestos en el intento de lograr que la realidad, los demás y nosotros mismos se plieguen a cómo queremos que sean.

Desde la ilusión de creernos independientes y con una voluntad que queremos imponer al mundo, cuando no lo conseguimos se produce una sensación de frustración y humillación. Esta vivencia de humillación constituye la dificultad a afrontar cada vez que las cosas no son tal como queremos y no conseguimos cambiarlas. La reacción consiste en enfrentarse tozudamente a la realidad, sin aceptar lo que es. Cuando no conseguimos que las cosas sean a nuestro modo tenemos la sensación de que el universo o las otras personas están contra nosotros, se interponen, son un obstáculo en el camino de nuestra libertad. A veces entramos en una especie de delirio autorreferencial en el que todo lo que ocurre parece estar en contra de nosotros. Para el ego la libertad significa hacer lo que deseamos y cuando queramos. Por eso acabamos viendo el mundo como algo que limita y constriñe nuestra voluntad.

Nuestro apego a la creencia en nuestro sí mismo separado nos impide percibir que todo lo que ocurre sucede en forma de funcionamiento unificado. Nuestros actos y nuestro funcionamiento nos parecen independientes del resto del universo.

En el momento en que dejamos de experimentarnos como un sí mismo separado, con voluntad propia, nos damos cuenta de que durante todo este tiempo «creíamos que hacíamos», mientras que, en realidad, la Voluntad hacía a través de nosotros, la vida nos vivía. La Idea de la Voluntad permite percibir que en el funcionamiento total del universo hay una Voluntad unificada. Cuando experimentamos esa Voluntad actuando a través de nosotros conectamos con la Libertad: no existe conflicto alguno entre nuestra voluntad y la Voluntad del universo. Estar en total armonía y completamente fundidos con el todo es algo liberador. Cuando reconocemos que nuestra voluntad forma parte de la Voluntad del todo, somos libres. No hay oposición a lo que sucede. No hay culpa ni orgullo.

En el trabajo de observación hemos de reconocer cómo interferimos con la realidad, cómo nos ponemos en medio, cómo el ego siempre está intentando cambiar las cosas, siempre interfiriendo, sin podernos entregar a lo que pasa ahora, creyendo que la libertad consiste en imponer nuestra voluntad. A veces estamos tan impregnados de estas actitudes, imponer nuestra voluntad nos parece algo tan natural y legítimo que la tarea de autoobservación resulta difícil y más difícil aún la aceptación de los límites de una realidad que no se somete a nuestro capricho. La verdadera liberación es la libertad de aceptar totalmente cualquier cosa que el universo manifieste a través de nosotros, rendirse a lo que la realidad nos traiga.

Humberto Maturana dice que nuestro sufrimiento se genera en el afán de controlar el mundo y a los otros. Si en lugar de tratar de controlar intentamos entender, entonces nuestras acciones estarán en congruencia con este entendimiento. Como ejemplo de esta actitud nos habla de las inundaciones de un río, contra las que podemos luchar, tratando de contenerlo construyendo muros de contención, o bien podemos intentar entender las circunstancias que provocan o facilitan la inundación y tratar de transformarlas. Si todo pertenece al Ser, si todo es Ser, nuestra voluntad profunda no puede estar tan lejana de la Voluntad, y cuando entendemos esto, no se trata de oponerse a la realidad, ni de no hacer, sino de un hacer lo que podemos desde la aceptación y la comprensión.

ESPERANZA

La Idea del punto tres es la Esperanza, constituida por la percepción de que las cosas van, de modo natural, en la dirección correcta: no tenemos que ocuparnos de las cosas para que éstas ocurran, el universo funciona según leyes «optimizadoras», como nos dice Almaas. Los cambios y transformaciones del Ser se producen siguiendo leyes naturales, que muy a menudo escapan a los límites de nuestro conocimiento y nuestra comprensión.

El Ser no es estático, la vida es movimiento, no es sólo presencia sino el flujo de la presencia. Una cierta comprensión del funcionamiento y la actividad del Ser, de sus características dinámicas, permite acceder a la Esperanza. Sin la aparición del oxigeno que «estropeó» el ambiente de este planeta no hubiera sido posible la aparición posterior de la vida. Y así ocurren muchas cosas que no entendemos o no logramos interpretar positivamente y que, sin embargo, pueden tener un sentido que va más allá de nuestra comprensión mental.

Desde la percepción espiritual básica de la unidad de la existencia vemos dicha unidad en proceso a lo largo del tiempo y comprendemos cómo se mueve y cambia. Si la separación no es real, si la ley de causa-efecto que la presupone no tiene sentido, vemos una perspectiva diferente: toda existencia cambiando y transformándose en la unidad puesto que todo forma una unicidad sin límites. Esto pone en entredicho nuestras convicciones más básicas de la realidad.

Desde la perspectiva de esta Idea, lo que vemos es la unicidad de toda la existencia. La unicidad implica que nada puede cambiar en forma individual, que todo el universo está continuamente transformándose desde una condición total y unificada a otra condición total y unificada. Cuando los velos de la separación desaparecen, todo es el Ser revelándose a sí mismo. La Idea de la Esperanza se apoya en esta comprensión del modo en que la realidad funciona y de que todas nuestras experiencias forman parte de una realidad mayor. Las leyes naturales que gobiernan el Cosmos operan como una unidad intercomunicada, totalmente adecuada, pertinente.

Percibimos el Ser mediante las formas que manifiesta. Todas las cosas son una manifestación del Ser, que se expresa a través de todos los cambios. Esta creación continua es el Ser manifestándose a través de incontables y variadas formas, el Ser desbordándose, creando el modo en que aparece de instante en instante. Y nosotros formamos parte de dicho Ser, que constituye una presencia viva, dinámica y energética.

Comprender que la totalidad del Universo del que formamos parte está constantemente cambiando transforma nuestra noción de muerte. Almaas plantea que la muerte personal es simplemente el Ser, manifestándose en un instante mediante esta persona concreta que somos y, al momento siguiente, sin esta concreción. En nuestra opinión, si entendemos que, a nivel esencial, no estamos separados, que somos uno con el Ser, aunque su manifestación en nosotros adquiera una forma individualizada y autoconsciente, entenderemos que, al morir, sólo perdemos esta forma y esta autoconciencia, pero seguimos siendo parte del Ser del que nunca estuvimos separados. Ésta es la vida eterna.

El flujo del ahora es lo que solemos percibir como paso del tiempo. Lo que llamamos tiempo constituye un modo limitado de intuir el flujo del Ser, que nos lleva a pensar que los cambios se deben a ese paso del tiempo. Cuando percibimos la realidad como un flujo constante, entonces estamos percibiendo el tiempo real.

La identidad independiente se constituyó cuando nadie nos cuidó como hubiéramos necesitado. Entonces creímos que todo estaba en nuestra mano, que teníamos que hacerlo por nosotros mismos y reaccionamos con una actividad defensiva. Se manifiesta como un empeño constante y una compulsiva necesidad de estar activo, conseguir logros, alcanzar el éxito, como una formación reactiva a la sensación de desamparo. Es actividad del ego. Cuando nos damos cuenta de que no tenemos que hacerlo todo y podemos confiar, se produce una sensación de liberación y alivio.

El esfuerzo que supone sostener la identidad independiente es puro sufrimiento. Experimentar la impotencia, la fragilidad y el desamparo significa aceptar nuestra situación existencial, dejar de mentirnos, asumir nuestro destino. Entonces podemos ser conscientes del cansancio antiguo producido por haber estado tratando de hacer algo que no podemos hacer, en un esfuerzo agotador.

Desde la convicción de que estamos solos, separados del resto del Universo necesitamos buscar una identidad que nos identifique y que nos dé un lugar en el mundo. Nuestra hipótesis, en el caso del eneatipo 3, es que esta búsqueda se relaciona con un «proyecto vital» que tenemos que cumplir. Que ese proyecto se cumpla y se cumpla tal y como lo hemos proyectado, nos daría la medida de nuestro éxito, de que hemos conseguido hacer las cosas bien. Lo proyectado no sólo está relacionado con cosas materiales o con el éxito social, a veces también se refiere al ámbito afectivo, una pareja, una familia, unos hijos, una casa familiar, incluso uno mismo como proyecto de convertirse en un personaje de determinadas características físicas y psicológicas. Siguiendo la creencia en la ley de causa-efecto, aplicada al ámbito de lo humano, pensamos que si actuamos adecuadamente, conseguiremos aquello que nos proponemos. Si no lo hemos logrado, debemos revisar nuestra forma de actuar, esforzarnos para hacerlo mejor y entonces lo conseguiremos. Todo depende de nuestro esfuerzo. Ésta es una esperanza falsa, que no tiene final y nos encadena a la insatisfacción.

Ésta es nuestra verdadera Esperanza: la percepción de que la realidad es en sí misma, independientemente de nuestra autonomía imaginaria y que su hacer es un fluir armonioso. Sólo necesitamos mirar las constelaciones para percibir que la armonía rige su funcionamiento. Según Almaas, esta percepción implica una sensación de optimismo, una actitud de gozosa apertura y confiada receptividad a lo que el despliegue del Ser nos presenta. No tiene nada que ver con lo que suceda en particular, se trata de un optimismo abierto acerca de la vida, una confianza en la presencia del Ser y en su fluir armonioso y creativo. En lugar de intentar tomar las cosas en nuestras manos podemos confiar en el dinamismo del Ser. Así cuando estamos conectados, cuando nuestros pensamientos, sentimientos y acciones están alineados, esta armonía se produce. Apreciamos la armonía incluso cuando hay dolor en nuestro sentir. Y eso nos proporciona un optimismo, una confianza en que nuestro hacer es el adecuado.

ORIGEN

La Idea del Origen se refiere a que el Ser es el verdadero Origen y todas las cosas son completamente inseparables de dicho Origen. Toda apariencia no es más que la manifestación del Ser, y las apariencias que se manifiestan nunca abandonan el Ser, todo está siempre íntimamente conectado. Del mismo modo que el cuerpo es inseparable de sus células, las apariencias son inseparables del Ser.

El Universo surge cuando el potencial infinito de la vida se manifiesta. Nuestro sistema solar es parte de esta manifestación. Si nos centramos en lo «humano» y más concretamente en un solo ser humano, entendemos que este ser no puede estar separado de la fuerza vital que es expresión del Ser, que lo creó, y de la cual es una expresión única.

Todas las cosas no son más que el mismo Ser, la misma energía vital, diferenciándose y articulándose en el fenómeno particular de la experiencia. Todo es siempre lo mismo, apareciendo de distintas formas. Utilizando un ejemplo de Bert Hellinger, un árbol en otoño reparte sus semillas por terrenos diferentes y los árboles que nacen de esas semillas pueden ser muy distintos, dependiendo del lugar en que les tocó crecer, pero no dejan de ser el mismo árbol, de compartir el mismo origen.

Lo que somos capaces de percibir y experimentar, desde los límites de nuestra realidad física y de la apertura de nuestra conciencia, no siempre es la realidad, la naturaleza del Ser. Pero, sea cual sea el nivel de nuestra percepción y experiencia, esto no desmiente nuestro Origen, nuestra pertenencia al Ser. La experiencia vivencial de esta Idea elimina la sensación de separación entre las cosas y su fuente que es el Ser. Esta experiencia nos abre a la comprensión de nuestro lugar como seres humanos dentro de la unidad de la existencia. No poseemos una existencia separada del resto del universo, aunque seamos una particularización y concreción de esa realidad unitaria. El Ser se manifiesta mediante la vida de un individuo. El hecho de que la realidad aparezca en este momento como nuestro cuerpo, nuestros pensamientos o nuestro entorno, no significa que dichas cosas sean independientes del Ser. En un primer nivel de percepción de esta Idea vemos la realidad en un proceso constante de creación y disolución, surgiendo del Origen y regresando a él. Pero en un nivel más profundo vemos que no hay separación entre las manifestaciones de la realidad y el Origen, percibimos la coemergencia: el Ser es el Origen del que todas las cosas son inseparables. Somos el Origen. Es más fácil ver que somos una extensión de la fuente, donde pueden seguir quedando restos de nuestra autovaloración comparativa, que darnos cuenta de que nunca la abandonamos.

La pérdida de contacto con el Origen está en el corazón de nuestro sufrimiento: perdemos la intimidad de sentirnos a gusto con nosotros mismos, y sin ella siempre nos sentiremos solos y estableceremos valoraciones comparativas con los demás. Tenemos la sensación de que si nuestras circunstancias hubieran sido otras, nosotros seríamos mejores. Pero para que podamos evolucionar, seguir nuestro desarrollo, es necesario que aceptemos los condicionamientos y límites de las circunstancias genéticas y ambientales que nos han tocado. El hecho de que cada circunstancia presente ventajas y desventajas condiciona un desarrollo especial, que conlleva oportunidades y límites también especiales. Pero la vida está tanto en un lugar como en otro, absolutamente pura, sin ninguna falsificación, sin ser mejor o peor. No hay un sí mismo original, único, independiente porque nuestra verdadera identidad es el Ser. Pero somos una expresión «única» de este Ser. La manifestación es un nacimiento del Ser que aparece en forma de todas las cosas sin dejar de Ser nunca. La desconexión no es real, no es una experiencia objetiva, sino subjetiva, que proviene de imágenes y creencias concretas con las que nuestra mente queda fascinada. Nunca estamos desconectados del Origen.

Como dice Hellinger: «la vida viene de lejos» y «fluye a través de nosotros». Los padres nos transmiten la vida, tal como ellos la recibieron, con sus límites y sus ventajas especiales. De alguna manera somos determinados por nuestros padres, pero la vida es independiente de cómo sean ellos. Hemos de acoger la vida, tal como nos la dieron, entera.

El rechazo de nuestras circunstancias, la lucha para enderezarnos, mejorarnos, para lograr ser quien nos gustaría ser y no somos, determina la búsqueda inacabable de una identidad ajena idealizada que nos separa de nuestro ser.

Cuando nos desconectamos de nuestro Origen nos invade la melancolía. Perdemos la libertad y el fluir que se produce cuando estamos conectados. Cuando lo estamos, el Ser se manifiesta de manera diferente y creativa en función de nuestra personalidad.

En este sentido, la personalidad es la forma especial que tiene el Ser de expresarse a través de los humanos, mientras que el carácter, el rasgo principal, dificulta la expresión de la verdadera personalidad por las limitaciones de los autoengaños con los que funciona.

Todos los esfuerzos y sacrificios impuestos por el carácter 4 son intentos de recuperar la conexión, pero no es ésa la vía, recuperar el Origen es, en cierto modo, el proceso de renunciar a nosotros mismos, puesto que lo que nos desconecta es la manera en que nos pensamos, la imagen interna de lo que creemos ser. Por muy denigrada que sea esa imagen nos apegamos y nos parece que renunciar a ella es equivalente a perder nuestra identidad. Sin embargo, no es posible percibir nuestra conexión con el Origen, con el Ser, si no renunciamos a esa autoimagen. La muerte del ego no significa la muerte de nuestra personalidad, sino que nos estamos experimentando a nosotros mismos a un nivel más profundo: lo que ha cesado es la idea de que nuestra identidad egoica es todo lo que somos.

En resumen, el Origen, del punto cuatro, hace referencia a que nosotros como seres individuales, así como todo lo que existe, provenimos de la presencia amorosa del Ser, que es nuestro origen y nuestra naturaleza y nos da un sentimiento de conexión, de pertenencia al Ser.

OMNISCIENCIA

En el punto cinco, la Omnisciencia, significa conocerlo todo como una unidad, la comprensión de que todo lo que existe está intercomunicado, de que las fronteras experimentadas por el ego no son reales y que la separación y el aislamiento son ilusiones. No podemos separarnos puesto que todos somos una misma cosa.

La Omnisciencia o Sabiduría es algo muy distinto de la erudición, de la capacidad de reunir grandes cantidades de información que caracteriza el estilo intelectual del eneatipo 5. Con el acceso a esta Idea es posible ver y establecer conexiones entre toda esa información, de manera que los árboles ya no impiden ver el bosque.

Cuando podemos experimentar que todo lo que existe está interconectado, que todo lo que ocurre influye en todo lo demás, que, por más que queramos, el aislamiento no es posible, empiezan a perder sentido las barreras defensivas que hemos interpuesto para que el mundo no nos toque, no nos dañe.

El sentido de la posesión, de lo mío, tanto en el terreno material como en lo que se refiere al mundo interno, la dificultad de compartir por el miedo a quedarse sin nada o a sentirse invadido, también pierden sentido. Mi territorio deja de serlo, a algún nivel. No es que deje de ser quien soy, un individuo diferente de los demás, con las peculiaridades que implica mi dotación genética específica y los condicionamientos de las circunstancias personales y sociales que me ha tocado vivir, pero no soy nada por mí mismo, de forma independiente del complejo entramado que me sostiene, tanto a mí como a los restantes seres vivos. De nuevo podemos recurrir al ejemplo del océano y las olas. Soy esta ola, pero si el océano no existiera, ¿qué sería yo? Soy esta ola que es, a su vez, movimiento y manifestación del océano, salgo y vuelvo a él, como todas las demás olas.

No es posible preservar mi identidad, aislarme, salirme del flujo de la vida. Es una fantasía, una ilusión creer que somos autónomos y que lo que pasa a nuestro alrededor no nos tiene por qué afectar ni influir. Queramos o no, nos afecta, como nosotros también afectamos al resto de esa vida de la que formamos parte.

La fuerza vital que nos anima, el latido de la vida en nosotros, es la misma fuerza vital que está en todas partes, que da la vida a todas las cosas.

En la realidad no existen límites definitivos, de modo que no es posible existir como una unidad separada. Sin embargo, la experiencia humana es una experiencia de separación, que tiene que ver con los límites del cuerpo físico y empieza a aparecer muy tempranamente con la identificación de nuestra imagen en el espejo, hasta consolidarse en na identidad yoica antes de los tres años. Esta experiencia de identidad separada forma parte de un proceso evolutivo, necesario para nuestra salud mental. Luego consolidamos esta sensación de separación, en nuestra vida cotidiana, cada vez que nuestros deseos o intereses no coinciden con los de las personas de alrededor, cuando los demás tratan de imponernos los suyos y sentimos que tenemos que defendernos de un mundo que nos daña y en el que estamos solos. Desde esta sensación mantener los límites propios es muy importante y se convierten en fronteras.

Cuando la vida nos regala una experiencia de Unidad, nos damos cuenta de que formamos parte de algo mucho más grande que nosotros, que no estamos separados del resto de la vida aunque seamos una manifestación particular de ella. Esta sensación de ser una expresión más de la manifestación de la fuerza vital suspende momentáneamente la vivencia antropocéntrica que nos lleva a creernos el centro del universo que funciona por y para nosotros. Sólo en la experiencia mística podemos romper el «encantamiento» de la dualidad, desde la disolución de la identidad. Para poder funcionar en lo cotidiano es necesario recuperar la identidad y manejarnos en la dualidad, aunque podemos mantener el eco profundo de la Realidad no-dual.

La Omnisciencia, para Almaas, está relacionada con la experiencia de la unicidad, de que todo lo múltiple está interconectado. Desde nuestro punto de vista, esta interconexión es lo que nos ayuda a intuir el Ser que se expresa a través de esta multiplicidad, que se mantiene unida por encima de la apariencia.

Al igual que lo plantea Almaas, entendemos que desde la perspectiva del Ser sólo existe el Ser; desde la perspectiva de la Omnisciencia, este Ser se manifiesta en una multiplicidad de objetos. Si el Origen acentúa el hecho de que no estamos separados del Ser, nuestra fuente y esencia, la Omnisciencia enfoca el hecho de que no estamos separados de los demás o del entorno. La Omnisciencia nos dice que todas las olas de la superficie del océano están conectadas; el Origen, que las olas forman parte del océano, y el océano, olas incluidas, es el Ser.

Es muy impresionante percibir la interconexión desde el plano de la física cuántica. Hay multitud de experimentos en la actualidad que verifican que objetos que han estado «físicamente» conectados siguen manteniendo su conexión cuando se interponen kilómetros de distancia entre ellos.

Cuando se pierde la conexión con la Idea, la consecuencia para el hombre es que nace la ilusión específica de que somos una entidad separada, que existe por cuenta propia. Esa creencia determina nuestra experiencia. Creemos que podemos construir muros impenetrables que nos separen de los demás. Negamos la dependencia, el hecho de que nuestras vidas estén entrelazadas. La ilusión consiste en utilizar los límites del cuerpo para definir y limitar nuestro sentido de quién somos. Cuando tenemos la convicción de que las fronteras del cuerpo nos definen, la sensación de separación se solidifica. La dificultad que deriva de ahí es la sensación de aislamiento, soledad y abandono. La reacción a esta dificultad es intentar eludir el enfrentamiento con la realidad, porque si nos sentimos aislados y deficientes, no confiamos en poder manejar adecuadamente la realidad y evitamos el contacto, intentando escapar de ella.

En una visión no egoica, los límites definen una diferencia, pero no una separación; las personas son distintas unas de otras, pero no están separadas. Los límites serían los de la individuación. La diferenciación es necesaria. Sin ella no existiría experiencia ni conocimiento ni acción ni vida, pero podemos sentir esa diferencia, funcionar y vivir como un ser humano sin perder la sensación de la unicidad, de la pertenencia a la unidad.

La Omnisciencia nos capacita para discriminar, conocer, funcionar y vivir la vida de un ser humano. El organismo humano experimenta la separación, pero sabe que es el Todo.

Cuanta más fuerza adquiere esta Idea, cada persona, cada objeto se vuelve más real y sustancial dentro del todo mayor y nuestra propia necesidad de límites separados se relaja porque también a nosotros nos experimentamos como persona única que, al mismo tiempo, forma parte inseparable de la estructura del universo vivo.


FE

La Idea de la Fe es la más próxima a la confianza básica en sí misma. Se trata de la certeza de que cada uno proviene del Ser y pertenece al Ser.

La Fe implica poder mantener la conexión con lo profundo de sí mismo, con lo que Es, con la verdad del Ser que nos constituye. La conexión interna con el Ser que nos habita permite confiar, implica la aceptación de lo que soy, de mis impulsos, mis deseos, mis actos. Cuando la ilusión rompe esta conexión, no puedo confiar en mí, la mente coge las riendas e intenta dirigir cómo tengo que sentir, actuar, vivir. Todos los impulsos que la mente no reconoce o no acepta son vividos como sospechosos, peligrosos, dañinos, incluso como ajenos a mí, instaurándose la desconfianza en uno mismo que luego se proyecta al resto del mundo.

La Fe no es una creencia, es una experiencia, una certeza vivencial de que el Ser es la realidad interna y la verdad interior de cada ser humano y que es realmente nuestra verdadera naturaleza. Experimentarlo. Cuando la Fe está presente sentimos confianza, seguridad, una certeza implícita que genera una sensación de apoyo y valor. Constituye una transformación en nuestra alma, una transformación de la experiencia de quien somos, un saber en el corazón, que aparca el constante cuestionamiento a que nos somete la mente.

Esta transformación que supone la Fe no ocurre sólo a nivel interno. Cesa la proyección.

El mundo vuelve a ser un lugar seguro, se instaura una confianza profunda en que la vida nos sostiene, no tenemos que sujetarlo y controlarlo todo para estar seguros. La vida que nos constituye, y de la que formamos parte, no va contra mí. No necesito estar prevenido, en un sinvivir, preocupado por un daño que puede ocurrir en cualquier momento, desconfiando de todo y de todos.

La sensación de conexión interna tiene un carácter amoroso que me permite vivir, dejarme en paz, aceptar lo que soy, la forma en que la vida se manifiesta a través de mí. Dejo de estar en guerra y puedo asumir lo que siento aunque esté en contradicción con mis criterios morales, con la forma en que me gustaría sentir, desde una idealización autoinculpadora. Automáticamente, esta conexión deriva en una confianza en la vida y en un dejar de estar en guerra también con ella. Lo amoroso tiñe la relación con la vida, como un enamoramiento que nos conecta con una vitalidad poderosa y fuerte, un deseo de vivir lo que nos traiga.

Es la consciencia vivida de que el Cosmos es un mecanismo que se autorregula y que el individuo puede estar integrado con la realidad, yendo, de manera natural y espontánea, hacia su propia realización.

Esa consciencia tiene un efecto: reconocer que la fuerza interna, la certeza capaz de atravesar el miedo, está en su propia naturaleza, como expresión del Ser.

La Fe facilita mantener la confianza en los momentos de dificultad y no perder el corazón cuando se produce un desengaño, evitando que la desesperación pueda dominarnos totalmente.

La ausencia de Fe está presente en la falta de confianza en la naturaleza humana o en la naturaleza del Universo. Las convicciones de fondo sobre quiénes somos van a contracorriente de la experiencia de la Fe. La sustituimos por el convencimiento de que los seres humanos somos intrínsecamente egoístas, interesados y egocéntricos y, en consecuencia, adoptamos una actitud suspicaz. La sospecha refleja una posición cínica de fondo, entendiendo cinismo como descreimiento en la sinceridad humana.

La falta de sensación de apoyo, que se produce al estar desconectados, sumada a la falta de Fe en la existencia, conduce a la falla de la confianza acerca de que la realidad proporcione apoyo. Nadie va a estar ahí para nosotros de forma desinteresada y no son posibles ni el verdadero amor ni el verdadero sostén, que nos faltaron en la primera infancia. Nos siguen faltando y nunca vamos a obtenerlos. Pero no es el sostén externo el que necesitamos ya, sino el apoyo interno, nuestra conexión interior sin la cual nos sentimos siempre inquietos y asustados.

La Fe nos lleva a recuperar la certeza de que nuestra naturaleza innata es Ser, que podemos confiar, aunque no estemos todo el tiempo en contacto con ella.

Dice Almaas que las Ideas de los tres puntos del triángulo central son específicamente necesarias para recorrer el camino. El Amor motiva el anhelo de ponerse en camino; la Fe nos sostiene y apoya a lo largo de él, y la Esperanza proporciona el convencimiento de que todo se desarrollará de la manera adecuada.

TRABAJO/PLAN

La Idea del Trabajo parte del hecho del despliegue de la vida. La vida se desarrolla como una sucesión de momentos, de instantes encadenados, como los fotogramas de una película. Cada momento lleva al siguiente. Todos esos momentos son experimentados como el «ahora», el eterno presente.

Si estamos realmente en el presente, las cosas son espontáneas y funcionan en una continuidad de Ser, un despliegue de nuestros recursos esenciales. En realidad, lo único tangible es el ahora. La huida al pasado o al futuro a través de la imaginación hedonista de este eneatipo trata de evitar el dolor o las dificultades del presente. En la fantasía podemos lograr que todo sea como deseamos, tanto cuando recreamos lo placentero del pasado como cuando construimos el grato futuro anhelado. Entregarnos al presente conlleva aceptar el dolor tanto como el placer. La vida nos lleva inevitablemente a las dos experiencias. No podemos transformar la vida en ese cielo que nos prometía el catecismo cristiano, ese lugar lleno de venturas donde lo malo, lo doloroso, no tiene cabida. El intento de evitación del dolor, la búsqueda insaciable de placeres implican una desconexión de sí mismo y de las propias circunstancias vitales que acaba siendo más angustiante que el dolor en sí.

El despliegue de la vida tiene un impulso y una dirección, que sigue un orden tan poderoso como para poder regir el funcionamiento de los planetas, las estaciones del año o la gestación de una nueva vida. La vida tiene su Plan Universal, tan inteligente que no necesita guión, es creativa, en cada instante y en cada circunstancia que deviene. La vida se abre camino.

Este despliegue también ocurre en nosotros. No olvidemos que somos manifestaciones del Ser. Si nos escuchamos en profundidad, si conectamos con nuestro corazón, con nuestra realidad profunda, vemos, vivimos este despliegue de la vida manifestándose en nosotros.

Para poder experimentarlo es necesario que la consciencia esté centrada en el presente. Si estamos en el presente conectados con nuestro sentir verdadero, sabemos cuál es el siguiente paso. No necesitamos, cada vez que nos encontramos con una dificultad, recrear un plan atrayente que vuelva a ilusionarnos. Desde la dificultad de aceptar lo doloroso de la vida se genera una constante búsqueda de reilusionarnos con planes sugestivos, que se convierte en una adicción sin la que no sabemos funcionar. Sólo la ilusión nos motiva para seguir viviendo.

La planificación como defensa para evitar la angustia se suele convertir en generadora de más angustia, en cuanto nos desorienta. La sensación de estar perdidos genera una planificación sin fin. La verdadera orientación deriva de la conexión interna, que permite a nuestros actos ser acordes con nuestra realidad presente.

Nuestra naturaleza, que se despliega en el tiempo, nos lleva, inevitablemente, a tener planes de futuro, y cuando éstos se cumplen, creemos que ha sido exclusivamente fruto de nuestra planificación y de nuestras acciones. Nos olvidamos de todos los restantes elementos que se han de poner en juego. Y nos olvidamos también de todas las veces en que nuestros planes no se han cumplido, porque la vida nos lleva por otros derroteros. Posiblemente, todos podemos comprobar, si miramos hacia atrás, cómo nuestra vida presente no se corresponde con lo que planeamos o imaginamos en el pasado.

El universo se despliega según leyes naturales e inherentes pero sin premeditación, porque el universo es inteligente y sensible, lo que le impide ser predecible y mecánico. Igual ocurre con nosotros: tampoco somos predecibles. Si sabemos que las cosas se despliegan por sí mismas, podemos rendirnos al despliegue y vivir, sabiendo que no es una nueva planificación lo que puede cambiar nuestra vida, sino la entrega y la acción, conectadas con nuestro ser, en armonía con el despliegue.

Desde la presencia sabemos lo que estamos haciendo y a dónde vamos, lo que sucede se produce de un modo espontáneo, natural y sin esfuerzo pues no estamos separados de quienes somos.

Cuando uno no está presente, cuando la fantasía nos aleja de nuestra realidad en el ahora, el tiempo se pierde. Como dice Almaas, el tiempo vivido en tiempo real, en presencia, es nuestra verdadera edad, la que indica nuestra madurez.

La ilusión es la creencia de que podemos dirigir el propio despliegue. El Trabajo no es más que renunciar a nuestros planes y nuestra manipulación.

El Trabajo del hombre es sencillamente seguir este despliegue ordenado, convirtiéndose en lo que puede ser, madurando su pleno potencial. El Trabajo para la realización de este despliegue sólo puede llevarse a cabo en el presente, no tiene nada que ver con realizar algo que tengamos en mente. La sabiduría es vivir de acuerdo con esta comprensión de que la realidad es una presencia que se despliega constantemente y sigue un patrón armonioso. Lo único que podemos hacer es estar presentes, estar completamente donde estamos, sin tratar de dirigir nuestro despliegue, en la confianza de que si estamos presentes se desplegará el siguiente movimiento y sabremos cuál es.

Considera Almaas que las Ideas correspondientes a la parte superior del eneagrama, a los puntos 8-9-1, o sea, a los instintivos-motores, nos ofrecen una visión de la realidad del Ser; las de los puntos emocionales, 2-3-4, nos acercan al funcionamiento del Ser, y las de los puntos intelectuales, 5-6-7, inciden sobre cómo nos afecta la verdad sobre la realidad a nosotros como seres humanos. Por otra parte, algunos sufíes, concretamente Abdul Karim, del grupo Naqshbandi, hablan de las Ideas simplemente como atributos del Ser, velados por nuestras identificaciones y condicionamientos.

Para terminar, podemos decir, siguiendo el planteamiento de Almaas, que el Ser es No-Dual (8), Perfecto (1) y Amoroso (9), que funciona de manera totalmente espontánea y creativa (3), siguiendo una voluntad unificada (2) cuyo origen o fuente es el propio Ser (4), y que esta visión genera en el hombre la renuncia a la creencia en la autonomía personal, sustituida por la conciencia de la pertenencia a la Unidad (5), la certeza y la confianza en la propia esencia (6) que es la manifestación del Ser en su despliegue (7).


COROLARIO

Al plantear el trabajo con el carácter y sus antídotos parece como si entráramos en una paradoja. Si la cosmovisión en que nos movemos es la de las Ideas Santas, donde todo tiene cabida en el Ser, incluso lo egoico, ¿qué sentido tiene tratar de superar las limitaciones del carácter? Si nos podemos dejar en paz ya, porque todo está bien tal como está, ¿para qué seguir trabajando?

Si el trabajo lo hacemos con la intención de «mejorarnos», seguimos alimentando la culpa y el orgullo, dos dragones con mil cabezas que se reproducen interminablemente y nunca se sacian. Pero si este camino lo emprendemos por alcanzar la plenitud de la consciencia que nos corresponde como humanos, siguiendo un impulso tan natural como el que lleva a las plantas a buscar la luz, dejando de atribuirnos el mérito de hacerlo y dejando también de esperar las recompensas, lo que ocurre simplemente es que desvelamos los engaños que en algún momento de nuestra historia personal o colectiva nos ayudaron a sobrevivir.

A escribir este libro nos ha impulsado el deseo de compartir con quienes puedan leerlo el camino profesional que hemos hecho con la ayuda de un mapa tan antiguo como es el del eneagrama y de otros caminantes que nos indicaron senderos y pistas. Así que a este mapa hemos ido añadiendo nuestras anotaciones. Si éstas sirven para ampliar las pistas de los posibles lectores y abrir la posibilidad de que ellos encuentren sus propios senderos, nos sentiremos contentos.



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